Son las 11 de la noche y estoy tan cansada que me tumbo en la cama, cierro los ojos y, sin más, empiezo a soñar. De repente, me encuentro en una casa antigua, enorme, más que una casa diría que es una mansión. Allí vive gente que conozco, pero no en la vida real, sino en mis sueños. Abro una ventana y, ante mí, veo un prado verde y unas cuantas vacas pastando en mitad de un día gris, qué mejor imagen de Inglaterra. Sin embargo, un nuevo elemento irrumpe en mi idílico paisaje. Se trata de un helicóptero, un pájaro de metal que se dirige, veloz, hacia mi ventana. No tengo tiempo para salir corriendo. El helicóptero se acerca y su ruido ensordecedor impide que oiga mis propios gritos…
Me despierto con el alivio de comprobar que se trata de un sueño. Rápidamente olvido los detalles de la pesadilla, aunque todavía resuena el zumbido del helicóptero en mi cabeza. Después de 15 minutos de zumbido me doy cuenta de que no es mi imaginación: un helicóptero está sobrevolando nuestro barrio. No sé si es por el sueño o por el helicóptero, pero ya no puedo quedarme dormida.
A la mañana siguiente me levanto con dolor de cabeza. Necesito un café. Bajo las escaleras hacia la cocina y cuando entro me doy cuenta de que la tele está encendida, a pesar de que no hay nadie que la vea. Me dispongo a apagarla, pero una sucesión imágenes me atrapa provocando que olvide hasta mi café: calles en llamas, encapuchados destrozando escaparates, chavales tirando botellas a un grupo de policías, una banda de jóvenes (blancos y negros) asaltando una tienda de productos electrónicos… Las imágenes se suceden y yo no puedo despegarme de la pantalla. Tres días después, sigo pendiente de la televisión:
Veo a David Cameron, primer ministro británico, con cara de pocos amigos diciendo que los disturbios nos han hecho ver lo peor de Inglaterra.
Escucho a otra mujer, con la misma cara de pocos amigos, quejándose de los recortes del presupuesto policial que fueron anunciados meses atrás por el gobierno británico.
Observo cómo decenas de policías huyen ante una avalancha de jóvenes furiosos que lanzan todo tipo objetos contra ellos.
Escucho la posibilidad de traer al ejército.
Veo a un anciano preguntándose por qué ha pasado todo esto, intentando descifrar los errores de un sistema que ha permitido que miles de jóvenes destrocen su comunidad.
Veo la foto de un negro, supuestamente asesinado por la policía, y motivo por el que empezaron las revueltas en las calles de Londres.
Escucho que los disturbios se han extendido a otras ciudades como Birmingham, Manchester, Liverpool o Bristol.
Observo cómo un par de jóvenes inicialmente ayudan a un herido desorientado para después robarle lo que tiene en la mochila.
Veo hindúes limpiando sus tiendas de alimentación, destrozadas tras las revueltas callejeras.
Escucho a un policía aconsejando a los padres que mantengan a sus adolescentes en casa durante la oleada de violencia.
Me entero de que otras tres personas han muerto por las revueltas en Birmingham.
Leo en la pantalla que más de 1000 personas han sido detenidas.
Escucho a otro policía decir que hace treinta años, Inglaterra se vio envuelta en una serie de disturbios que alzaron a la opinión pública la cuestión del racismo, pero que las revueltas de estos días son simple y llanamente actos criminales sin ningún tipo de justificación.
Escucho a un hombre visiblemente emocionado, gritando a la cámara que los disturbios significan la insurrección de las masas ante la diferencia abismal entre clases y el recorte de gastos sociales.
Veo a un joven encapuchado, dejando atrás un establecimiento saqueado, con una televisión de plasma entre sus brazos.
Escucho decenas de veces las expresiones “gang culture” (cultura de bandas) y “pérdida de valores” en una sociedad cada vez mas materialista dominada por el “eres lo que tienes”.
Apago la tele y salgo a la calle. Paseando por Bristol, intento sacar conclusiones de lo que he visto y escuchado, pero todo sigue confuso. Mis pensamientos giran como las aspas del helicóptero que no me dejaba dormir días atrás y, cuanto más consciente soy de que no entiendo nada, mayor es la sensación de tristeza que se apodera de mí. Siento pena, mucha pena por ver como cientos de jóvenes destrozan, roban y atacan sin el más mínimo atisbo de arrepentimiento o culpa. Siento pena por todos los que no pueden dar nada mejor de sí. Por ver a tanto joven desorientado, sin voz y sin futuro.
Mientras que la clase política británica, la élite formada en centros de renombre como Oxford o Cambridge, trata de descifrar qué esta pasando en su país, aquellos que han formado parte de las revueltas siguen pensando que no tienen nada que perder. Ignorados y ahora odiados, quizás es más de lo que ellos esperan de sí mismos.
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